Lodo de aquellos polvos
Por Alejandro Slokar (Profesor titular UBA / UNL (Pagina 12) . Siempre es conveniente instruir la memoria. Mucho más para desentrañar las fases del proyecto regresivo de los organizadores del odio hegemónico en tiempos de medios hiperconcentrados y redes algoritmizadas. El magnicidio de Dorrego, al que ninguna narración más interesada de la historia pudo diluir su calificación criminal, como tantos otros bloques de terror de nuestro pasado, viene ligado a un momento clave de ese proceso contra el interés nacional y el bienestar general. El fusilamiento en Navarro un 13 de diciembre no es fruto de una “espada sin cabeza” por puro afán de poder o mera exaltación de la violencia. Salvo que se intente eliminar el vínculo de la élite económica con la apropiación del excedente a costa de disolver la nación, que será sedimento para cada quiebre institucional hasta el último golpe empresario-militar. “Me precipitaron las casacas negras” asume públicamente Lavalle, matriz que se reedita cuando hacen marchar adelante a las armas, mientras los beneficios son recibidos por los dueños de negocios que pierden el poder político en manos de gobiernos respetuosos de las mayorías.
Porque para odiar hay que tener tiempo y dinero: La confabulación
homicida contra el gobernador legal bonaerense estaba decidida en la
mesa de “la aristocracia del dinero” desde que denunció los negocios de
Rivadavia y los especuladores porteños con los financistas y mineros
británicos. En plena transición del dominio económico vía endeudamiento
por el territorial de invasiones, el héroe de la independencia que había
peleado valientemente bajo el mando de Belgrano y San Martín, volvía a
defender la emancipación con medidas “populistas”: suspensión de pagos,
prohibición de monopolios sobre productos de primera necesidad, fin de
la leva para desocupados, sanciones a la prensa calumniosa. Antes de
recibir la descarga con la casaca de un unitario –formidable efecto
espejo que les devuelve a los asesinos su imagen más abyecta– el
mandatario de la usura Lord Ponsomby destacado en su “a beastly place”
había vaticinado con placer la caída del “Padre de los pobres”, como
siempre lo evoca el dorreguismo.
Pero la determinación al homicidio
estuvo a cargo de uno de los responsables de contraer el empréstito con
la Baring –origen de nuestra deuda externa- y de entregar la minería de
la cordillera a las corporaciones inglesas. Era Salvador María Del
Carril, el célebre “doctor lingotes” que con la ley de consolidación de
la deuda convirtió a la tierra de Buenos Aires en aval del crédito y
estableció la convertibilidad del papel moneda en oro que provocó la
estrepitosa caída y fuga de reservas. Este ministro de economía, según
resulta de las cartas publicadas medio siglo después por la “tribuna de
doctrina”, le escribió antes y después a Lavalle: "Es conveniente recoja
Ud. una acta del consejo verbal que debe haber precedido a la
fusilación. Un instrumento de esta clase, redactado con destreza, será
un instrumento histórico muy importante para su vida póstuma. El señor
Gelly se portará bien en esto: que lo firmen todos los jefes y que
aparezca Ud confirmándolo. Debe fundarse en la rebelión de Dorrego con
fuerza armada contra la autoridad legítima elejida por el pueblo......y
si para llegar siendo digno de un alma noble, es necesario envolver la
impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es
necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a vivos y
muertos”. Nada más próximo al Law far (un lejos del Derecho), al decir
del maestro Zaffaroni.
Logrado el objetivo destituyente y la muerte
del gobernador, la comunicación fue recibida en el fuerte por un joven
oficial mayor del ministerio de gobierno que no tuvo mejor ingenio que
insertar un lacónico “archívese” y darlo a la imprenta oficial para
publicar el numero 6 de boletín que se repartió a primera hora del
lunes. Este cagatintas fue llamaba Francisco Pico.
Ya en plena
penetración del imperialismo financiero, la trama que enlaza la
sugestión insidiosa para atenuar el crimen de la ejecución con la
reacción burocrática administrativa la terminará de enhebrar Bartolomé
Mitre. Asumida su presidencia, estableció la Corte Suprema de Justicia
en 1863, que tardó más de diez meses en dictar su primer sentencia, para
traducir en univocidad los 113 fallos firmados posteriormente en su
llamada etapa de “afianzamiento institucional”. Y premió a Del Carril
como ministro, luego devenido presidente del máximo tribunal hasta su
jubilación, y a Pico como procurador general, que estuvo a cargo durante
nueve años, a partir de lo cual recibieron hasta hoy 6 acordadas de
honores. Y el propio Mitre presidió la comisión del monumento a Lavalle,
columna dórica que aún se yergue en la plaza que conserva su nombre,
nada menos que frente al actual “Palacio de Justicia”. Allí donde alguna
vez boinas blancas encabezaran la revolución contra la depresión
económica e institucional de Juárez Celman, para dar origen al
radicalismo argentino. Mucho del atropello que la pulsión totalitaria
corporativa desnuda en la actualidad sólo así puede llegar a entenderse,
al amparo de una estructura judicial de odres viejos que más que nunca
reclama una indiscutible refundación.
*Profesor titular UBA / UNLP